Que el veinte por ciento -20%- de la población joven acuda a el emprendimiento para alcanzar un empleo y obtener un ingreso tiene su explicación en dos razones paradójicamente contrapuestas.
La primera, en el conocimiento y la capacidad existente, que atiende en buen grado la necesidad de innovar, esencial, para la economía, pero que requiere la condición fundamental de lograr productividad y, por esa vía, competitividad.
Los emprendedores entienden que pueden lograrlo a partir de su capacidad innovadora y con el apoyo del aparato estatal podrían obtener condiciones de financiación adecuada, y condiciones razonables para su eclosión y expansión.
Pero, en muchas ocasiones el emprendimiento no surge de ese convencimiento, de esa capacidad y de un ambiente financiero de apoyo y facilidad favorables, sino de encontrarse en la sin salida, frente a las escasas oportunidades de empleo digno que ofrece la economía. Es la segunda razón, que ni tiene los orígenes de la primera, ni resulta favorable para el país y el empleo digno.
Muchos emprendedores carecen de oportunidades, de soluciones oportunas y medios adecuados para lograr que su actividad tenga éxito. O nunca pueden concretar sus ideas, o fracasan en un corto transcurso de tiempo.
Muchos son los que aún con capacidad sólo alcanzan, en el mejor de los casos, un ingreso mediocre, sin amparos en materia de salud, pensiones o riesgos laborales. Es decir, padecen el flagelo de la informalidad.
Para evitar que esto último suceda, se necesitan políticas públicas que fomenten el emprendimiento, esto está claro, que hagan posible la tarea, desde lo relacionado con los trámites hasta lo concerniente a los gravámenes impositivos y la financiación en términos de plazos como también en materia de tasas de interés.
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